La oquedad del nido

Los lunes por la tarde asumo el rol de cocinero. También semanalmente, le agrego el jueves y el viernes. Comparto esta tarea para que el fiel de las responsabilidades domésticas se aproxime al equilibrio familiar. Pero, lo hago además por un emotivo placer: el de estar en esta habitación de los sentidos, la cocina.

 En esta torre de marfil me aíslo como alquimista despistado. Ritual culinario es abrir la ventana que da al balcón e invitar, con gesto solemne, a mis plantas de albahaca, tomillo y romero. Mojo las manos en una salmuera con limón, las seco en el delantal y ahora sí, en una cazuela de barro, vierto agua y también mis recuerdos. Todo se bate y mezcla aquí: sabores-recuerdos, verduras-encuentros, carnes-pasiones, frutas-amores, condimentos-seducciones, vinos y licores-conquistas.

Dos ingredientes son imprescindibles en esta evocación gastronómica: Piazzolla y la cebolla.

Con Piazzolla se reaniman mis emociones. Cada acorde de bandoneón pulsa en mi sangre diminutas burbujas impresas. Algunas llevan imágenes de esquinas. De zaguanes con abrazos y besos. Otras cargan broncas y fracasos. Ondulan por millares como un enjambre apasionado y al llegar Libertango, colisionan, escapando por mis poros en melodía jubilosa.

Con la cebolla el gusto es diferente. Nos conocemos desde antes de la infancia. Tenemos una relación terrena, lograda día a día, lágrima a lágrima, formando capas. Compartimos la mesa sin nada ni nadie. Hasta nuestra transpiración agridulce se ha ido asimilando tras noches de insomnios. Digamos que de a poco —sin darme cuenta, como una sombra de mi sombra—, se ha convertido en mi cómplice íntima. Esta bola de cristal conoce mis límites, mis vergüenzas. Sabe de las cosas que no cuento y dos por tres me devuelve mi vanidad. Tenemos una relación abierta. Sin envoltura nos cantamos las verdades. Por ejemplo: ella sabe de esta flojera que se me ha ido instalando, de la artrosis de cadera, de la calvicie que escondo peinándome hacia delante, de la incontinencia, de la dentadura rumiante. Nos reíamos cuando noches atrás con mi amada, disfrutando de una ardorosa sensualidad y llegando al umbral sin retorno…Calambre.

Qué bajón, qué desaliento… ¿No es que éramos superiores? ¿No hemos recibido, acaso, ese legado? ¿No hubo un estagirita que, observando la naturaleza, llegaba a esa conclusión? ¿No lo insinuó también algún padre de la iglesia y algún que otro reformador?

Ay… dónde habrá quedado mi cuerpo treintañero, mi abdomen coraza. Mis pies rápidos y aquella tribuna que coreaba mi nombre…

Desprendo de la cebolla una capa marrón y pegajosa, aún hay más en su interior. Ahora veo como en una correntada mi cabeza golpeando entre las piedras, y me resisto en aceptar esta eterna verdad: «lo único que permanece es el cambio».

Exprimo la cebolla y a punto de tirarla, una voz con cierto dejo de asombro llenó el espacio.

—¿Papá?

Se disparan todas mis alertas, mi torre se rinde y cae el puente levadizo para que pase la única persona capaz de interrumpir mi inspiración gastronómica. Rápidamente me calzo el overol de padre. Debo acudir al instante cuando me necesita, esfumarme cuando está con amigos, responder de forma concreta, dejar el discurso, ir al grano. Qué difícil esto de la paternidad…

—Sí, te escucho.

—…si pusiera la yema de mi dedo índice en tu nariz, en ese contacto de un centímetro y medio de diámetro, tendría accionando: siete receptores de calor, dieciséis de frío, cien de presión, setecientos de dolor y catorce metros de nervios que se encargarían de intercomunicar estos receptores con el cerebro. Catorce metros de sensibilidad, no lo puedo creer… Haciendo un cálculo, con mi mano, tendría en ella aproximadamente setecientos metros de condición sensorial.

—Sí, claro, la matemática lo confirma —respondo.

—¡Guau! Cuando estoy con Thomas y utilizo más que la mano, ¿cuántos kilómetros de sensibilidad a recorrer tendríamos? Ahora que estás de escritor, ¿qué opinión te merecen estos datos?

La cebolla cruje, no veo nada.

—¿No viste donde deje los lentes, Mariana?